Sirva esta pequeña entrada como homenaje, tanto a la persona de D. Adolfo Suárez, que por el desconsuelo de sus hijos no tuvo que hacerlo mal; como al enorme estadista que siempre fue.
Cuando S.M. allá por el año 1976 decidió abrir la democracia al pueblo español eligió, sin duda alguna, al mejor. Las circunstancias por la cuales fue el designado y no otro habría que buscarlas sólo en el ámbito de la confianza y sincera amistad que hubo entre ellos. El encargo incorporaba la "cicuta" que debería tomar al final de la restauración democrática. Así lo acepto de buen grado, conocedor de la vital importancia que la democracia suponía para el devenir de España, con el arrogo y valor que siempre estuvieron presentes durante toda su vida.
En efecto, la Ley para la Reforma Política del 1977 supuso el "testamento" político de Suárez. La derecha reaccionaria franquista, sin ninguna perspectiva de futuro, con la simple labor de mantener el presente, y que no era otra cosa que vivir en un eterno pasado, lo relegó al ostracismo. No entendían, como bien lo supo ver Suárez, que la Democracia ha de tomarse por el todo, con lo que esto supone, y no por parte. Quizás la ambigüedad con la que se redactaron ciertos aspectos en nuestro texto Constitucional reside en esta circunstancia.
La izquierda incipiente de carácter más pragmático le acusó de falta de soluciones para acometer los graves problemas económicos, laborales y sociales que atenazaban a la España de la época. Así, le presentaron una moción de censura, que aunque no prosperó, si le marcó cara a los siguientes comicios generales. Quizás debería haber nombrado a un vicepresidente en el que hubiese centrado la acción de Gobierno en estos aspectos, mientras que él desarrollara su labor de buscar el consenso, lo cual hizo de manera magistral, entre todos los agentes intervinientes en el proceso democratizador de España. No por menos, Suárez tiene el apelativo del padre del consenso, el mismo que hoy se niega por cuestiones puramente partidistas. Circunstancia esta la cual denota la altura de nuestra clase política actual.
Recuerdo aquella tarde soleada del 19 de febrero de 1979, cuando en vista oficial Adolfo Suárez, nuestro Presidente, visitó Santa Fe. Llevaba un buen rato pegado a la valla de seguridad por donde debía pasar la comitiva. Aguanté empujones y bastante humo de tabaco pero mereció la pena. Cuando estreché su mano me miró y me dijo un "que tal". Continuó apretando manos y saludando a la gente con su mejor sonrisa, la autentica, la verdadera y no la que hoy se aparenta. Revivo el momento emocionado cuando yo sólo tenía nueve años.
Gracias señor Presidente por tu innegable dedicación y servicio público a la democracia y a España.